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.Aureliano fue esa noche a la tienda de Catarme.Encontró a Francisco el Hombre, comoun camaleón monol�tico, sentado en medio de un c�rculo de curiosas.Cantaba las noticias con suvieja voz descordada, acompa��ndose con el mismo acordeón arcaico que le regaló Sir WalterRaleigh en la Guayana, mientras llevaba el comp�s con sus grandes pies caminadores agrietadospor el salitre.Frente a una puerta del fondo por donde entraban y sal�an algunos hombres, estabasentada y se abanicaba en silencio la matrona del mecedor.Catarino, can una rosa de fieltro en laoreja, vend�a a la concurrencia tazones de guarapo fermentado, y aprovechaba la ocasión paraacercarse a los hombres y ponerles la mano donde no deb�a.Hacia la media noche el calor erainsoportable.Aureliano escuchó las noticias hasta el final sin encontrar ninguna que le interesaraa su familia.Se dispon�a a regresar a casa cuando la matrona le hizo una se�al con la mano.-Entra t� tambi�n -le dijo-.Sólo cuesta veinte centavos.Aureliano echó una moneda en laalcanc�a que la matrona ten�a en las piernas y entró en el cuarto sin saber para qu�.La mulataadolescente, con sus teticas de perra, estaba desnuda en la cama.Antes de Aureliano, esa noche,sesenta y tres hombres hab�an pasado por el cuarto.De tanto ser usado, y amasado en sudores ysuspiros, el aire de la habitación empezaba a convertirse en lodo.La muchacha quitó la s�banaempapada y le pidió a Aureliano que la tuviera de un lado.Pesaba como un lienzo.La23 Cien a�os de soledadGabriel Garc�a M�rquezexprimieron, torci�ndola por los extremos, hasta que recobró su peso natural.Voltearan laestera, y el sudor sal�a del otro lado.Aureliano ansiaba que aquella operación no terminaranunca.Conoc�a la mec�nica teórica del amar, pero no pod�a tenerse en pie a causa del desalientode sus rodillas, y aunque ten�a la piel erizada y ardiente no pod�a resistir a la urgencia deexpulsar el peso de las tripas.Cuando la muchacha acabó de arreglar la cama y le ordenó que sedesvistiera, �l le hizo una explicación atolondrada: �Me hicieron entrar.Me dijeron que echaraveinte centavos en la alcanc�a y que no me demorara.� La muchacha comprendió su ofuscación.�Si echas otros veinte centavos a la salida, puedes demorarte un poca m�s�, dijo suavemente.Aureliano se desvistió, atormentado por el pudor, sin poder quitarse la idea de que su desnudezno resist�a la comparación can su hermano.A pesar de los esfuerzas de la muchacha, �l se sintiócada vez m�s indiferente, y terriblemente sola.�Echar� otros veinte centavos�, dijo con voz de-solada.La muchacha se lo agradeció en silencio.Ten�a la espalda en carne viva.Ten�a el pellejopegado a las costillas y la respiración alterada por un agotamiento insondable.Dos a�os antes,muy lejos de all�, se hab�a quedado dormida sin apagar la vela y hab�a despertado cercada por elfuego.La casa donde viv�a can la abuela que la hab�a criada quedó reducida a cenizas.Desdeentonces la abuela la llevaba de pueblo en pueblo, acost�ndola por veinte centavos, para pagarseel valor de la casa incendiada.Seg�n los c�lculos de la muchacha, todav�a la faltaban unos dieza�os de setenta hombres por noche, porque ten�a que pagar adem�s los gastos de viaje yalimentación de ambas y el sueldo de los indios que cargaban el mecedor.Cuando la matronatocó la puerta por segunda vez, Aureliano salió del cuarto sin haber hecho nada, aturdido por eldeseo de llorar.Esa noche no pudo dormir pensando en la muchacha, con una mezcla de deseo yconmiseración.Sent�a una necesidad irresistible de amarla y protegerla.Al amanecer, extenuadopor el insomnio y la fiebre, tomó la serena decisión de casarse con ella para liberarla del des-potismo de la abuela y disfrutar todas las noches de la satisfacción que ella le daba a setentahombres.Pera a las diez de la ma�ana, cuando llegó a la tienda de Catarino, la muchacha sehab�a ido del pueblo.El tiempo aplacó su propósito atolondrado, pero agravó su sentimiento de frustración.Serefugió en el trabajo.Se resignó a ser un hombre sin mujer toda la vida para ocultar la verg�enzade su inutilidad.Mientras tanto, Melqu�ades terminó de plasmar en sus placas todo lo que eraplasmable en Macondo, y abandonó el laboratorio de daguerrotipia a los delirios de Jos� ArcadioBuend�a, quien hab�a resuelto utilizarlo para obtener la prueba cient�fica de la existencia de Dios.Mediante un complicada proceso de exposiciones superpuestas tomadas en distintos lugares de lacasa, estaba segura de hacer tarde o temprano el daguerrotipo de Dios, si exist�a, o ponert�rmino de una vez por todas a la suposición de su existencia.Melqu�ades profundizó en lasinterpretaciones de Nostradamus.Estaba hasta muy tarde, asfixi�ndose dentro de su descoloridochaleco de terciopelo, garrapateando papeles con sus min�sculas manas de gorrión, cuyassortijas hab�an perdido la lumbre de otra �poca.Una noche creyó encontrar una predicción sobreel futuro de Macondo.Ser�a una ciudad luminosa, con grandes casas de vidrio, donde no quedabaning�n rastro de la estirpe de las Buend�a.�Es una equivocación -tronó Jos� Arcadio Buend�a-.No ser�n casas de vidrio sino de hielo, coma yo lo so�� y siempre habr� un Buend�a, por lossiglos de los siglos.� En aquella casa extravagante, �rsula pugnaba por preservar el sentidocom�n, habiendo ensanchado el negocio de animalitos de caramelo con un horno que produc�atoda la noche canastos y canastos de pan y una prodigiosa variedad de pudines, merengues ybizcochuelos, que se esfumaban en pocas horas por los vericuetos de la ci�naga.Hab�a llegado auna edad en que ten�a derecho a descansar, pero era, sin embargo, cada vez m�s activa.Tanocupada estaba en sus prósperas empresas, que una tarde miró por distracción hacia el patio,mientras la india la ayudaba a endulzar la masa, y vio das adolescentes desconocidas y hermosasbardando en bastidor a la luz del crep�sculo.Eran Rebeca y Amaranta.Apenas se hab�an quitadoel luto de la abuela, que guardaron con inflexible rigor durante tres a�os, y la ropa de colorparec�a haberles dado un nuevo lugar en el mundo.Rebeca, al contrario de lo que pudo es-perarse, era la m�s bella.Ten�a un cutis di�fano, unos ojos grandes y reposados, y unas manosm�gicas que parec�an elaborar con hilos invisibles la trama del bordado.Amaranta, la menor, eraun poco sin gracia, pero ten�a la distinción natural, el estiramiento interior de la abuela muerta.Junta a ellas, aunque ya revelaba el impulso f�sico de su padre, Arcadio parec�a una ni�a [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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