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.Ésta se atribuía a una reyerta con muertes, sin más detalles. Descuide vuestra merced.La lluvia me ayudará a pasar inadvertido.En realidad me preocupaba menos la Justicia que quienes habían organizado laconspiración, pues los imaginé al acecho.Iba a despedirme del poeta cuando éste alzó undedo cual si acabara de caer en algo.Levantándose, fue hasta un escritorillo junto a laventana y sacó de él un cofrecito forrado de baqueta. Dile al capitán que haré lo posible.Lástima que el pobre don Andrés Pacheco acabede morirse, que Medinaceli ande desterrado y que el almirante de Castilla haya caído endesgracia.Los tres me tenían afición, y nos vendrían de perlas como mediadores.Me entristeció oír aquello.Su ilustrísima monseñor Pacheco había sido la máximaautoridad del Santo Oficio en España; incluso por encima del Tribunal de la Inquisición quepresidía un viejo enemigo nuestro: el temible dominico fray Emilio Bocanegra.En cuanto adon Antonio de la Cerda, duque de Medinaceli con el tiempo se convertiría en amigoíntimo del poeta y protector mío , su sangre moza e impulsiva lo tenía confinado lejos de laCorte, tras haber pretendido sacar de la cárcel, por las bravas, a un criado suyo.Y en lo quese refiere al almirante de Castilla, la caída era del dominio público: su altivez había causadomalestar en Cataluña durante la reciente jornada de Aragón, al discutir con el duque deCardona por un asiento junto al rey cuando éste fue recibido en Barcelona.De donde, porcierto, regresó Su Majestad sin sacar a los catalanes una dobla; pues al pedirles subsidiospara Flandes respondieron éstos que al rey la vida y el honor se daban sin rechistar, siemprey cuando no costaran dinero; pero que la hacienda es patrimonio del alma, y el alma sólo esde Dios.La desgracia del almirante de Castilla se había visto agravada en el lavatoriopúblico del jueves Santo, cuando Felipe IV pidió toalla para secarse al marqués de Liche envez de al almirante, que gozaba de ese privilegio.Humillado, el almirante protestó ante elrey, pidiéndole permiso para retirarse.Soy el primer caballero del reino, dijo, olvidandoque estaba ante el primer monarca del mundo.Y el rey, enojado, le concedió permiso concreces.Lejos de la Corte, y hasta nueva orden. ¿Nos queda alguien?Don Francisco asumió aquel nos con naturalidad. No de la categoría de un inquisidor general, de un grande de España o de un amigodel rey.Pero he pedido audiencia al conde-duque.Al menos ése no se deja llevar por lasapariencias.Es listo y pragmático.Nos miramos sin demasiada esperanza.Después el poeta abrió el cofrecito y extrajouna bolsa.Contó de ella ocho doblones de a cuatro observé que era más o menos la mitadde lo que había y me los entregó. Puede necesitar -dijo al poderoso caballero.Qué afortunado es mi amo, pensé.Cuando un hombre como don Francisco de Quevedole profesa tamaña lealtad.Que en nuestra ruin España, incluso entre amigos entrañables,siempre fue más corriente aflojar verbos y estocadas que otra cosa.Y aquellos quinientosveintiocho reales venían acuñados en lindo oro rubio: unos con la cruz de la verdaderareligión, otros con el perfil de Su Católica Majestad y otros con el de su difunto padre, eltercer Felipe.Adecuadísimos todos y lo hubieran sido hasta con la media luna del turcopara cegar un poco más a la tuerta justicia y proveer amparos. Dile que siento no llegar al doble añadió el poeta, devolviendo el cofrecito a susitio , porque sigo comido de deudas, el censo sobre esta casa, de la que en mala hora echéal puto y reputo cordobés, me chupa cuarenta ducados y la sangre, y hasta el papel dondeescribo lo acaban de gravar con nuevos impuestos.En fin.Prevénlo de que esté avizor yno asome a la calle.Madrid se ha vuelto para él una ciudad muy peligrosa.Aunque puedeconsolarse, si lo prefiere, meditando que se ve en tales fatigas por su gusto:Por ser de avaro y necioquerer comprar y no pagar el precio
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